El sentido del olfato es el único que tiene comunicación "directa" con el cerebro, es decir, que los terminales sensoriales de la nariz llegan, por decirlo de forma sencilla, sin intermediarios a nuestro cerebro. Por eso, los recuerdos olfativos son tan precisos.
De las cosas que más nítidamente recuerdo de mi infancia está el olor a café recién hecho por mi madre los sábados por la mañana (antes de que la tensión le jugara la mala pasada de obligarla a abandonar su único vicio confesable), el olor del jazmín del patio de la casa de Murcia donde pasé las primeras vacaciones de mi vida, cuando mi madre me dejaba secarme al sol, sentada en una mecedora y envuelta en una toalla tras volver de la playa y mientras ella preparaba la comida para mi hermana y para mí.
No todos los recuerdos son agradables, como el olor a desinfectante hospitalario, el olor a humedad de mi clase en el cole, o el olor de las algas pudriéndose al sol.
Como la memoria es selectiva, tendemos a recordar lo desagradable de forma más pertinaz y a esconder en los recovecos del alma lo agradable, porque ¿para qué recordarlo, si ya no es una amenaza?
Aún así, mi vida es una constante evocación de un perfume femenino con connotaciones de violetas con el que me crucé una vez en la calle y que nunca más he vuelto a percibir. También de perfume masculino, que me devuelve infinitos recuerdos. Del olor de la tierra húmeda, tras una tormenta de verano. De la hierba recién cortada en el jardín que hay al lado de casa. O el olor del aire gélido en una madrugada cualquiera de invierno, cuando el viento del norte me regala una pedazo de sierra madrileña.
Mis recuerdos huelen a té de jazmín y a naranjas recién exprimidas. Huele a colonia infantil y a besos en una piel con olor a galletas. Huele a la sal marina y a brisa de mar bajo la luna llena, de mis solitarios paseos nocturnos de este último verano.
Por eso es algo que procuro cuidar, para que en la memoria de mis hijos se albergue de forma permanente ciertos recuerdos: el olor a jazmín de ese patio de mi infancia, que ahora está recreado deliberadamente en nuestra propia casa y que inunda en primavera al resto de mi vecindario. El olor a bizcochos recién sacados del horno, el olor a vainilla en los armarios, porque dicen que a vainilla huele el líquido amniótico.
Me gusta pensar, que cuando sean mayores, su memoria devuelva olores que vivieron a nuestro lado y que cada uno de ellos esté asociado a momentos felices.
No todos los recuerdos son agradables, como el olor a desinfectante hospitalario, el olor a humedad de mi clase en el cole, o el olor de las algas pudriéndose al sol.
Como la memoria es selectiva, tendemos a recordar lo desagradable de forma más pertinaz y a esconder en los recovecos del alma lo agradable, porque ¿para qué recordarlo, si ya no es una amenaza?
Aún así, mi vida es una constante evocación de un perfume femenino con connotaciones de violetas con el que me crucé una vez en la calle y que nunca más he vuelto a percibir. También de perfume masculino, que me devuelve infinitos recuerdos. Del olor de la tierra húmeda, tras una tormenta de verano. De la hierba recién cortada en el jardín que hay al lado de casa. O el olor del aire gélido en una madrugada cualquiera de invierno, cuando el viento del norte me regala una pedazo de sierra madrileña.
Mis recuerdos huelen a té de jazmín y a naranjas recién exprimidas. Huele a colonia infantil y a besos en una piel con olor a galletas. Huele a la sal marina y a brisa de mar bajo la luna llena, de mis solitarios paseos nocturnos de este último verano.
Por eso es algo que procuro cuidar, para que en la memoria de mis hijos se albergue de forma permanente ciertos recuerdos: el olor a jazmín de ese patio de mi infancia, que ahora está recreado deliberadamente en nuestra propia casa y que inunda en primavera al resto de mi vecindario. El olor a bizcochos recién sacados del horno, el olor a vainilla en los armarios, porque dicen que a vainilla huele el líquido amniótico.
Me gusta pensar, que cuando sean mayores, su memoria devuelva olores que vivieron a nuestro lado y que cada uno de ellos esté asociado a momentos felices.