domingo, 28 de diciembre de 2014

Vértigo.

Cuando se acerca el solsticio de invierno, me invade esta sensación que se extiende desde lo más profundo de mis entrañas. Y que se irradia a todo mi ser.

Todo empieza a girar muy rápido. Los días son una sucesión de horas que se escapan sin saber muy bien cómo.


A principios de diciembre, el fin de año parece muy lejano. Pero de repente, llegan las funciones escolares, las notas, las vacaciones de invierno.

Y con ellas, todo empieza a ir muy deprisa. Las previsiones de cenas y celebraciones familiares. Las compras de regalos para complacer a otros.

Las inevitables reuniones... Los intentos por quedar con los amigos antes de que se acabe el año. 

El comer dulces navideños.

Comer mucho. Y sobre todo comer mucho chocolate (lo necesito).

Hay que escribir los christmas para ponerles un sello y que lleguen a tiempo. Si, esos que siempre digo que al año siguiente voy a enviar antes y no a última hora como siempre. Siempre "in extremis". Esa tradición personal que me niego a que muera arrollada por el imparable avance de la tecnología y las comunicaciones digitales.

Y el vértigo se instala a mi lado. Soy consciente de que el tiempo avanza demasiado rápido. Y eso me pasa dos veces al año: en mi cumpleaños y a final del año. Soy consciente de que al igual que se acerca el final de un año, también es el fin de un periodo.

Se que es el momento de hacer balance, de mirar hacia atrás un poco. De ver como han quedado atrás, los baches malos. De saber que, aunque el inicio del año fue peligrosamente malo, ya está superado.

Siento vértigo, porque cada año veo que las cosas buenas vividas pasan muy rápido cuando las estás disfrutando, pero luego, en el recuerdo, parece que sucedieron hace siglos. Y no sólo hace un par de lunes.

Los paseos por la playa, el calor del sol, las risas, la ternura, las emociones de lo que se vive por primera vez, una y otra vez.

Se acaban los días. Y en el inminente próximo año sólo tengo ganas de repetir esas perlas de felicidad concentrada.


 Y de que me acompañes.



miércoles, 10 de diciembre de 2014

Cosas de espíritus.

Siempre he tenido la creencia de que el espíritu de una casa (y se a ciencia cierta que todas tienen el suyo) pertenecen, por siempre jamás, a aquellas personas que por primera vez duermen en ellas.

Soy de la opinión de que una casa no está viva hasta que alguien la habita. Y una vez que ha transcurrido los días y sus noches y cuantas más veces se perpetúe en el tiempo, más se impregna de la esencia de sus habitantes.

Esas cuatro (o dieciséis) paredes, cobran vida con la vida de sus ocupantes. Y esa vida, esas alegrías y sus miserias, se quedan a vivir entre ellas. Las risas de los niños, las peleas de los que no se soportan, las conversaciones de amigos y familiares, todo, permanecen en ellas. A través del recuerdo. Y de los objetos que lo conforman.

Las heridas, las señales que dejan su uso, el día a día, hacen que la casa adquiera carácter, que sea algo vivo y no una serie de materiales inertes.

Cada casa tiene un olor particular, su luz, la orientación, su enclave, hacen que sean únicas, aunque por fuera puedan parecer todas iguales.

Da igual que sean bloques en barriadas populares, da igual que sean casas únicas en opulentos barrios residenciales.



Todas las casas tienen sus propios dioses y sus propios demonios, que ocupan los rincones y que recorren de noche, cuando todos duermen y el silencio se adueña del aire. Sus lares y por que no, también sus miedos convertidos en fantasmas. Silenciosos y omnipresentes.

En todas arde un fuego. Ya sea el de la pasión más encendida, real, soñada, imaginada o recordada.





O el del odio más enconado, ese que se instala en cada célula del alma y que no se extingue. Al contrario, se alimenta con el paso de los días.

Sea como sea, nuestra esencia se queda en ellas. Y un nuevo proyecto debería contar con un nuevo escenario. Para partir con el menor equipaje posible.

Siempre he creído que cada casa tiene su espíritu. El que transmiten los que duermen por primera vez en ella.

Así es en tu casa.
Y en la mía.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Escala de prioridades.

Vivo en un plano de realidad donde prima la tecnología.

Tengo un Smarphone, una tablet, dos portátiles (uno en el trabajo y otro en casa), un netbook que sé que ya es casi una reliquia (y sin el casi). Y hasta una tele en el salón que se conecta a Internet y puede tener en la pantalla, entre otras cosas, imágenes de diferentes acuarios. Peces reales a través de una pantalla, con sus ventajas y sus inconvenientes.

No tengo Iphone, ni falta que me hace.

O sea, soy pobre tecnológicamente hablando.

Mis hijos ven sus series de dibujos favoritas, elegidas a la carta. Y no van a casa de sus abuelos sin su pendrive y/o su tablet, con sus cosas para entretenerse.

Hasta mi hija intenta cambiar de canal, arrastrando el dedo por la pantalla de la tele, como si de la pizarra digital de su cole se tratara.

Acudo a charlas sobre e.comerce, donde me hablan, con la fascinación brotando por los poros, de las bondades de Internet y de lo maravillososas (y hasta buenas para el cutis) de las RRSS (léase Redes Sociales).

Me hablan de galácticas aplicaciones (realidad aumentada y esas cosas), que se anticipan a tus deseos a la hora de comprar cosas o que te crean unas necesidades materiales que ni sabías que tenías.

Hablo (y lo de hablar es un decir) por WhatsApss con amigos a los que no tengo tiempo de ver.

Adquiero por Internet para mis progenitores, cosas que les ayuden a paliar sus carencias de movilidad, porque no tengo tiempo para acompañarlos e ir de compras con ellos.
 
Hasta escribo en este blog, mientras estoy tumbaba en la cama (yo, que aprendí a escribir a máquina con una Remintong). Y no, no es broma.


Todo muy fácil, todo muy rápido. Todo aparentemente muy sencillo. Muy cool. Todo muy mágico.

Y todo muy frío.

Los peces de la pantalla de mi tele del salón no se ponen nerviosos con mi presencia, intuyendo que se acerca la hora de comer. Porque no ven llegar...

No veo la cara de alegría de mis amigos cuando les envío un WhatsApp divertido, porque no los tengo cara a cara.

Reflexiones mientras paseo pisando hojas secas.



Nadie ha sido capaz de recrear con máquinas (ni otros ingenios creados por los humanos), el olor de la humedad, ni el sonido de mis pies entre las hojas.


De momento.

Nada sustituye la magia de un abrazo, ni lo bien que sienta recibir besos...

Lo dicho, de momento.