lunes, 21 de noviembre de 2016

Cold and soft.

Un frío incipiente se asoma entre los rayos del sol en un domingo serrano.

Romper rutinas. Hacer algo medianamente diferente. Cambio de aires, cambio de actitud. Cambio de escenario.

Sol.

Paseo entre calles deshabitadas.

Me llama la atención lo casi imperceptible: el sonido del viento entre las ramas que comienzan a despoblarse, la forma de las piedras, el frío y suave contacto del musgo.


Debo ser rara, pero siento que a través de las yemas de mis dedos, la piedra me habla. Igual que me habla la piel que tocan mis dedos. Ese contacto que me cuenta historias de gentes tranquilas, con vidas sin estridencias y sin prisas.

Vidas aburridas que dirían otros. 

Vidas que en cierta forma envidio, pero con una envidia lejana. Sólo me atrae poder disponer de mi tiempo sin limitaciones. El libre albedrío de poder elegir que hacer y que no hacer.

Muros de piedra que al otro lado guardan celosamente historias de verano, de juegos de niñez en la tranquilidad del campo. De ilusiones y de vidas. De cenas al aire libre lejos del mundanal ruido. De reuniones de amigos, o de simples conocidos a los que las circunstancias sólo acercan.




Jardines ahora casi abandonados. Ventanas entablilladas para proteger el interior. Casas cerradas bajo siete cierres que guardan historias, como el que guarda sellos para disfrutarlos en una ocasión mejor. 

Esa ocasión que ahora se ha llevado el viento helador. Que quizás vuelva a reeditarse en una nueva oportunidad cuando los días tengan más horas de luz que de oscuridad.

A pocos kilómetros de la urbe, donde todo bulle, donde todo va deprisa. Donde ni los perros pueden ir sólos por la calle. Al pie de la montaña se respira otro aire y el tiempo adquiere, afortunadamente, otros matices.


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